Claudia Casarino & Claudia Coca

Dos propuestas convenidas para perturbar categorías, rescatar memorias y liberar miradas

Ticio Escobar

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El espacio de esta muestra tiene dos alas: una ocupada por obras de Claudia Casarino; la otra, por montajes de Claudia Coca. Ambas se vinculan por el nombre y otras coincidencias; sus trabajos se cruzan en intersecciones marcadas por el pensamiento decolonial y, por ende, la crítica del logocentrismo patriarcal y racializante. Ambas coinciden, breve pero intensamente, en la iconografía botánica americana realizada por cronistas de los siglos XVIII y XIX y asumida como punto de partida conducente a la citada posición política, micropolítica. 

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Claudia Casarino expone dos propuestas. La primera confronta camisas de algodón con imágenes serigráficas de plantas de yerba mate. Las camisas están confeccionadas con aopo’i, el tejido liviano de algodón que cruza la cultura textil del Paraguay desde tiempos precoloniales. Las camisas y las impresiones están manchadas, marcadas, con tierra colorada del Alto Paraná disuelta en agua. Una pintura indeleble. Los antiguos guaraníes decían que el rojo de esa tierra proviene de la sangre indígena derramada durante la violenta conquista de sus territorios. Pero aquel color también podría provenir, y esto sugiere Claudia, de la vertida por los mensú, los tareferos que, en la misma región, recogían las hojas de yerba mate en condiciones extremas de explotación. Condiciones propias de un régimen esclavista causante del estrago corporal y, a menudo, la muerte de los trabajadores. 

La artista se basa en un caso expuesto por Rafael Barret en El dolor paraguayo. Los mensú no contaban con más bienes que sus propias camisas: la cuidaban tanto que, antes que destrozarlas, preferían a veces exponer sus espaldas y terminar de desgarrarlas, que igual serían rajadas por la carga descomunal que portaban. Las camisas de los mensú eran usadas del revés, de modo a cubrir el pecho y dejar descubierto el dorso. Las prendas expuestas por Claudia Casarino llevan rastros terrosos, sangrientos, de otras camisas que buscan sustituir la parte restada a la espalda. Que buscan revertir la tragedia del espinazo condenado. 

El arte tiene la posibilidad de traer al presente un hecho infortunado de la memoria para enfrentarlo al porvenir y asignarle misiones nuevas; vuelve así sobre un momento nocturno ya acontecido para imaginar lo que pudo haber sucedido o lo que podría suceder si ese momento hubiese tenido otro signo. Esa dimensión de posibilidad del arte abre al deseo el espacio de la memoria y lo mantiene disponible para la acción política y el compromiso ético. Esta es la idea de “redención” del pasado en Benjamin que permite detectar potencias nuevas de creación en un tiempo ya acaecido. Casarino invoca la memoria buscando torcer el destino del dolor paraguayo, contrarrestar la maldición de la yerba mate. Sabe que el arte puede volver sobre el tiempo pasado y alterar imaginariamente sus cifras más oscuras, pero sabe también que cualquier acto de redención histórica no puede evitar el vestigio indeleble del trauma. Aun repuestas en su espaldar con la imagen de otras prendas y aun expuestas a miradas diferentes, las camisas conservan el estigma o la insignia de la tierra roja.  

La segunda obra que expone la artista, un video, muestra en loop un dispositivo triturador de folios. En este caso, los papeles trizados llevan reproducciones de grabados referidos a jardines franceses e ingleses, los modelos icónicos de la jardinería europea nutrida de los dominios coloniales. Las plantas provenientes de paisajes exóticos eran forzadas a adaptarse a climas fríos: eran domesticadas; sometidas a la disciplina de invernaderos, colecciones y escenas artificiales; reducidas a categorías científicas que cambiaban sus nombres y olvidaban sus propiedades. 

La artista hace de ese trasplante metáfora del desarraigo de pueblos conquistados: de la práctica violenta que arranca a hombres y mujeres de sus ambientes y sus paisajes y los vuelve inmigrantes ilegales explotados y perseguidos, obligados a adaptarse a mundos hostiles o vueltos a ser expulsados, ahora de los mismos países que habían usurpado sus tierras originales. Aun en sus propios territorios, los mensú también eran removidos de su manera de habitarlos. 

Triturar la representación de paisajes espurios marca un gesto mágico- propiciatorio: la imagen se vuelve sobre sí para reordenar la memoria. Mediante este lance no puede cambiar lo ocurrido, pero puede desear e imaginar intensamente otros regímenes de convivencia, otros modos de habitar nuestro planeta cansado. 

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Claudia Coca también trabaja la imagen de jardines botánicos; los revela en cuanto replican el mecanismo depredador y discriminatorio de la dominación colonial y en cuanto activan regímenes clasificatorios que permiten asignar lugares fijos. Las colecciones botánicas, tanto como las de los museos arqueológicos, etnográficos y antropolíticos, concebidos en clave occidental, movilizan grandes sistemas para recolectar, clasificar y exponer fragmentos de naturalezas y culturas remotas, conquistadas y dominadas, primero, hegemonizadas luego; quizá vueltas a ser dominadas hoy. 

Claudia busca los rastros de una escritura propia, revirtiendo el sentido del dibujo naturalista para dibujar a lápiz especímenes de plantas sudamericanas en una operación que parodia el registro naturalista de las taxonomías científicas. Las plantas oriundas del “Nuevo Continente” son reinscritas en otros registros, en otros climas; cultivadas en suelos y atmósferas diferentes, estetizadas y arrancadas de contexto no solo natural, sino sociocultural, histórico, político. Son desinfectadas de historia (de polvo, de mugre, de sangre) tal como ocurre con las piezas expuestas con trabajada inocencia en los museos de ciencias naturales o antropología donde el objeto interesante, bello, exótico, es desvinculado de la violencia que alberga todo acto de saqueo. 

El sistema colonial continúa renovando sus perfiles y estrategias: el capitalismo contemporáneo, en su modalidad neoliberal y financiera, se apropia, mediante nuevas tecnologías y argumentos, tanto de los recursos naturales y de la fuerza de trabajo como de las subjetividades, la pulsión creadora, el deseo y los saberes-otros con vistas a la acumulación del capital (económico, artístico, científico, cognitivo). El decomiso de los recursos naturales y la explotación de la fuerza laboral se ven hoy incrementados por la captura de la fuerza vital que, en términos de Suely Rolnik, constriñe el ámbito de la subjetividad, desvía el destino ético de la pulsión e impide la emergencia de mundos virtuales.

Lejos de basarse en la denuncia literal, la crítica decolonial de Claudia Coca actúa en el ámbito del arte: el régimen de la representación. Altera la bella y minuciosa imagen de los ejemplares botánicos; fragmenta pinturas de cronistas viajeros de Occidente copiando y separándolas en segmentos pequeños, veristas, pretenciosamente academicistas: miniaturas de frutos de la tierra exótica. Esta segmentación, vinculada en un punto con la trituración de los paisajes levantados con los productos del saqueo (obra de Claudia Casarino), discute los sistemas de catalogación “científica” de las plantas y las personas basados en criterios lógico-metafísicos y, por ende, en taxonomías inviolables. Las réplicas de pinturas son seccionadas y reducidas en clave de gabinete de curiosidades; pero también son dispuestas en instalaciones que reordenan las partes en nuevos conjuntos, inestables, descentrados, topológicamente dispuestos. Este gesto tiene un fuerte sentido político: busca dislocar el sistema de la representación logocéntrica y subvertir sus escalas jerárquicas y su sentido autoritario. En las pinturas de los cronistas, las imágenes de indígenas son equiparadas a las de plantas, y no en cuanto componentes biodiversos de un mismo complejo viviente, sino como recursos naturales dispuestos a la extracción y la explotación rentables. 

Las instalaciones de Claudia Coca se proponen trastornar el destino de cosa-mercancía, de servicio, atribuido a las fuerzas orgánicas para abrirlas a los impulsos del deseo y la creación: a las pulsiones de afirmación de la potencia vital. El arte levanta escenas redisponiendo imaginariamente las piezas del orden establecido. Esta tarea implica colocaciones contingentes pero abiertas a sugerir otros modos, provisionales siempre, de percibir, organizar y relatar la diversidad del mundo. 

El video Carabela vincula, de manera deliberadamente oscura, imágenes y textos provenientes de ámbitos diversos. La obra se centra en la inquietante figura de la aguaviva, falsa medusa o carabela, una colonia compuesta por cinco asociados cuya interacción la mantienen viva. Su aspecto resulta similar al de la embarcación que le da nombre; su venenoso roce vuelve temible en aguas marinas. 

Las propiedades de este extraño híbrido intervienen, sin duda, en las connotaciones que provoca la obra: la carabela es un organismo colonial, depredador cuyos aspecto y nombre lo asocian con la conquista europea. Pero también es un ente inclasificable, resbaloso de esquemas, a medio camino entre reinos naturales diferentes. Estas notas corresponden en parte a los rasgos de la imagen, inquieta siempre entre orillas opuestas, esquiva a ser encasillada. Las imágenes del mar y de la carabela son marcadas en esta obra por textos; fragmentos del diario de Colón. Este documento, por demás difundido e idealizado, es en Carabela desarmado y rearmado (desmontado y remontado, en el decir de Didi-Huberman). Colón había comenzado por admirar las maravillas del Nuevo Mundo y ponderar las virtudes de sus habitantes para, a medida que iba detectando el potencial pecuniario de unas y otros, cambiar su percepción hasta terminar considerándolos puras fuentes de ganancia. Y ese cambio en la mirada hizo que los dones de la tierra se convirtiesen en recursos extraíbles y los habitantes, en seres subyugables: en enemigos, en sujetos despreciables para mejor ser explotados.  

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El arte es un dispositivo generador de asociaciones: puede trazar diagramas entre una figura y cualquier otra: entre puntos dispares asociados por albures y antojos. Una forma cabal es aquella que, en espacio y tiempo específicos, aun transitoriamente, vuelve necesarios esos azares y sostiene entre los términos conectados líneas firmes: contingentes, pero seguras. Por eso, una exposición no precisa dar cuenta de las razones que llevan a dibujar un esquema, justificable solo después de su propio trazado. Un trazado efímero, topológico, diseminado en sus referencias y plural en sus direcciones. 

Una vez que Claudia Casarino y Claudia Coca deciden cruzar sus imágenes, la verdad inestable del cruce se construye en singular situación, en espacio específico y mediando concepto ajustado. Concepto diferido con relación al momento del obrar; anticipado en cuanto puede anunciar tiempos posibles sobre el fondo oscuro de una historia tantas veces desgraciada. 

Ticio Escobar

Octubre de 2020, Asunción.